sábado, 2 de noviembre de 2013

El reino de No Me Importa

Había una vez un pequeño reino que se llamaba Lolimburgo. El Rey que se llamaba Juan Porquesemeantoja, se casó con una reina llamada Cristina Porquemedalagana. De esa unión nació el príncipe José.

Tanto los reyes como los súbditos hacían lo que se les antojaba cuando tenían ganas y nada les importaba. 
El reino estaba muy sucio ya que todos sus habitantes arrojaban la basura a la calle porque les daba la gana. Era difícil caminar por las veredas entre restos de comida y cachivaches pero a nadie le importaba.
 
Los habitantes se bañaban cuando se les antojaba, pero como a nadie le importaba, estaban todos roñosos y con muy mal olor. Y además por eso siempre estaban enfermos. 

En la escuela, los alumnos asistían a las clases sólo cuando tenían ganas y estudiaban sólo si se les antojaba, y como a la directora y a las maestras no les importaba, los alumnos eran burros e ignorantes. 

Los comerciantes atendían cuando les daba la gana y vendían lo que se les antojaba. Si alguien quería comprar patatas y ellos no tenían ganas de venderlas, la gente tenía que comprar mandarinas o lo que encontraran. 

Los súbditos de Lolimburgo dormían cuando les daba la gana, a veces de noche y a veces de día, y comían cuando se les antojaba. Desayunaban por la noche y cenaban al mediodía y no les importaba. 

O sea que el Reino de Lolimburgo era un desastre. 

Cuando el Príncipe José creció, se enamoró de la princesa Beatriz Simeimporta del reino de Merymburgo. 

Beatriz era una joven muy hermosa con larga cabellera dorada, y a ella todo le importaba. Le importaba el orden y la limpieza. Le importaba la cultura y la educación de su pueblo. Si quería comer patatas pretendía que le vendieran patatas. Beatriz tenía muchos pretendientes que deseaban enamorarla ofreciéndole costosos regalos. 

El príncipe José sabía que iba a ser imposible conquistarla ofreciéndole el Reino de Lolimburgo, un reino sucio y desordenado y decidió pedirle ayuda a Beatriz para cambiar las horribles costumbres de sus súbditos. 

Como Beatriz era muy inteligente decidió ayudarlo. Le propuso que dictara leyes muy estrictas y penas para los que no las cumplieran.

Horarios estrictos en las escuelas. A las que los niños estaban obligados a asistir, limpios y con las tareas y los útiles ordenados. En caso contrario los padres serían severamente sancionados. La basura debía colocarse en basureros, nada de arrojar residuos a la vereda. Donde antes había basura, debían plantar árboles y flores. 

Horarios estrictos para comerciantes y trabajadores, para que no durmieran cuando debían trabajar y no trabajaran cuando debían dormir. 

Los comerciantes debían abrir en horarios estipulados y vender lo que se les pedía y no lo que les daba la gana. 

Al principio le costó mucho adaptar a los habitantes a las nuevas normas de urbanidad, pero pronto todos vieron las ventajas de las mismas. 

Gracias a la limpieza había menos enfermedades, las calles ahora tenían flores en lugar de basura y todos disfrutaron con los cambios. 

Los niños aprendieron a leer rápidamente. 

Los comerciantes ganaron mucho dinero vendiendo más y mejor complaciendo a su clientela. Todos los súbditos de Lolimburgo estaban felices.

El único que no era completamente feliz era José. Seguía enamorado de Beatriz. Ahora que tenía un hermoso reino para ofrecerle, decidió pedir su mano. 

Beatriz Simeimporta, esperaba que llegara ese momento, le enamoraron los ojos azules de José y sus deseos de progreso para su pueblo. No tardó en decirle que sí. 

Se casaron en la Plaza de Lolimburgo, en presencia de todos los habitantes, que celebraron la boda con una fiesta que duró siete días. 

José y Beatriz tuvieron seis hijos de ojos azules y vivieron muy felices.




FIN

La ranita verde

Alicia y Juanito fueron al bosque con sus papás para pasar un día de juegos en el campo, cuando terminaron de comer y recoger sus papás decidieron irse a dormir la siesta.
Ellos fueron a dar un paseo hasta una charca donde se encontraron una ranita q estaba muy triste y no podía croar.
 
Los dos niños con tristeza, le preguntaron:
- ¿Qué te pasa? ¿Por qué no puedes croar?
Llorando, la ranita les dijo:
- Los hombres no se portan bien, vienen a pasar los días al campo y dejan todo muy sucio. Me corté en una patita con un bote que estaba en el río y me duele mucho.
De repente, a la rana se le iluminaron los ojos:
- ¡Tengo una idea y vosotros podéis ayudarme!.
- ¿Cómo? le preguntaron los niños.
Entonces la ranita les dijo:
- Contádselo a vuestros compañeros y decir en el cole que cuando vuelvan al campo no tiren basura y digan a sus papás que cuiden los ríos y los campos para que cuando vosotros seais papás y mamás, tengais la ocasión de enseñar a las ranitas sin cortes en sus patitas.
Alicia y Juanito dicidieron volver con sus padres para contarles lo que les había pasado y por el camino, fueron recogiendo todos lo botes que se encontraron para que ninguna ranita volviera a cortarse y así siempre pudiese seguir croando.





Cuento de Ana María Piris.

Rapunzel

Rapunzel
Había una vez una pareja que desde hacía mucho tiempo deseaba tener hijos. Aunque la espera fue larga, por fin, sus sueños se hicieron realidad.
La futura madre miraba por la ventana las lechugas del huerto vecino. Se le hacía agua la boca nada más de pensar lo maravilloso que sería poder comerse una de esas lechugas.
Sin embargo, el huerto le pertenecía a una bruja y por eso nadie se atrevía a entrar en él. Pronto, la mujer ya no pensaba más que en esas lechugas, y por no querer comer otra cosa empezó a enfermarse. Su esposo, preocupado, resolvió entrar a escondidas en el huerto cuando cayera la noche, para coger algunas lechugas.
La mujer se las comió todas, pero en vez de calmar su antojo, lo empeoró. Entonces, el esposo regresó a la huerta. Esa noche, la bruja lo descubrió.
-¿Cómo te atreves a robar mis lechugas? -chilló.
Aterrorizado, el hombre le explicó a la bruja que todo se debía a los antojos de su mujer.
-Puedes llevarte las lechugas que quieras -dijo la bruja -, pero a cambio tendrás que darme al bebé cuando nazca.
El pobre hombre no tuvo más remedio que aceptar. Tan pronto nació, la bruja se llevó a la hermosa niña. La llamó Rapunzel. La belleza de Rapunzel aumentaba día a día. La bruja resolvió entonces esconderla para que nadie más pudiera admirarla. Cuando Rapunzel llegó a la edad de los doce años, la bruja se la llevó a lo más profundo del bosque y la encerró en una torre sin puertas ni escaleras, para que no se pudiera escapar. Cuando la bruja iba a visitarla, le decía desde abajo:
-Rapunzel, tu trenza deja caer.
La niña dejaba caer por la ventana su larga trenza rubia y la bruja subía. Al cabo de unos años, el destino quiso que un príncipe pasara por el bosque y escuchara la voz melodiosa de Rapunzel, que cantaba para pasar las horas. El príncipe se sintió atraído por la hermosa voz y quiso saber de dónde provenía. Finalmente halló la torre, pero no logró encontrar ninguna puerta para entrar. El príncipe quedó prendado de aquella voz. Iba al bosque tantas veces como le era posible. Por las noches, regresaba a su castillo con el corazón destrozado, sin haber encontrado la manera de entrar. Un buen día, vio que una bruja se acercaba a la torre y llamaba a la muchacha.
-Rapunzel, tu trenza deja caer.
El príncipe observó sorprendido. Entonces comprendió que aquella era la manera de llegar hasta la muchacha de la hermosa voz. Tan pronto se fue la bruja, el príncipe se acercó a la torre y repitió las mismas palabras:
-Rapunzel, tu trenza deja caer.
La muchacha dejó caer la trenza y el príncipe subió. Rapunzel tuvo miedo al principio, pues jamás había visto a un hombre. Sin embargo, el príncipe le explicó con toda dulzura cómo se había sentido atraído por su hermosa voz. Luego le pidió que se casara con él. Sin dudarlo un instante, Rapunzel aceptó. En vista de que Rapunzel no tenía forma de salir de la torre, el príncipe le prometió llevarle un ovillo de seda cada vez que fuera a visitarla. Así, podría tejer una escalera y escapar. Para que la bruja no sospechara nada, el príncipe iba a visitar a su amada por las noches. Sin embargo, un día Rapunzel le dijo a la bruja sin pensar:
-Tú eres mucho más pesada que el príncipe.
-¡Me has estado engañando! -chilló la bruja enfurecida y cortó la trenza de la muchacha.
Con un hechizo la bruja envió a Rapunzel a una tierra apartada e inhóspita. Luego, ató la trenza a un garfio junto a la ventana y esperó la llegada del príncipe. Cuando éste llegó, comprendió que había caído en una trampa.
-Tu preciosa ave cantora ya no está -dijo la bruja con voz chillona -, ¡y no volverás a verla nunca más!
Transido de dolor, el príncipe saltó por la ventana de la torre. Por fortuna, sobrevivió pues cayó en una enredadera de espinas. Por desgracia, las espinas le hirieron los ojos y el desventurado príncipe quedó ciego.
¿Cómo buscaría ahora a Rapunzel?
Durante muchos meses, el príncipe vagó por los bosques, sin parar de llorar. A todo aquel que se cruzaba por su camino le preguntaba si había visto a una muchacha muy hermosa llamada Rapunzel. Nadie le daba razón.
Cierto día, ya casi a punto de perder las esperanzas, el príncipe escuchó a lo lejos una canción triste pero muy hermosa. Reconoció la voz de inmediato y se dirigió hacia el lugar de donde provenía, llamando a Rapunzel.
Al verlo, Rapunzel corrió a abrazar a su amado. Lágrimas de felicidad cayeron en los ojos del príncipe. De repente, algo extraordinario sucedió:
¡El príncipe recuperó la vista!
El príncipe y Rapunzel lograron encontrar el camino de regreso hacia el reino. Se casaron poco tiempo después y fueron una pareja muy feliz.

La princesa y el sapo.


Ricitos de oro

En un bosque muy lejano, vivía hace mucho tiempo, una familia de osos en una preciosa y espaciosa casa. Un buen día, cuando todo estaba listo para desayunar, la mamá osa se dio cuenta de que la leche se había calentado demasiado. Para no aburrirse esperando a que se enfriase, salieron a dar un agradable paseo por los alrededores del bosque.

Mientras los osos disfrutaban del aire puro, una niña de pelo rubio y rizado llamada Ricitos de Oro, que había salido a recolectar flores para su hogar, se encontró con una casa muy bonita, de la que salía un apetitoso olor a pan recién tostado. Como tenía mucha hambre y no vio a nadie por el lugar, se introdujo en la casa para coger algo de comer.

Una vez dentro, descubrió 3 cuencos de diferentes tamaños, llenos de deliciosa leche. Primero, atacó al tazón más grande, pero la leche estaba casi ardiendo. Después probó el mediano, pero tampoco le gustó porque la leche estaba helada, pasándose al más pequeñín, que sorpresivamente tenía la temperatura adecuada.

Saciada su hambre, se dirigió hasta la habitación contigua para seguir curioseando. Allí, se encontró 3 sillas diferentes, que no pudo dejar de probar. La más grande era demasiado incómoda, la mediana era demasiado alta y la pequeña, al igual que el caso anterior, la ideal para ella. Desgraciadamente, no estaba preparada para aguantar su peso y se rompió a los pocos minutos.

Agotada ante tanto ajetreo, buscó un en el piso de arriba la habitación de los osos para descansar. Otra vez tuvo que probar las tres camas con las que se encontró, quedándose dormida en la más pequeña, que era la que más se parecía a la suya.

Un rato después, los osos volvieron del paseo, encontrándose con que alguien o algo habían entrado en su casa.

-Alguien ha probado mi leche-dijo el padre enfadado-.

-La mía también la probaron-dijo mama osa-

-Se bebieron toda mi leche-dijo muy triste el osito-

Acto seguido, pasaron a la siguiente habitación, en la que se volvió a repetir la misma situación.
-Alguien se ha sentado en nuestras sillas-dijeron los padres osos al unísono-

-Mi silla está rota-exclamo el osito con lágrimas en los ojos-.

Sin encontrar una explicación a todo aquello, subieron hasta su habitación, en la que descubrieron a la causante de todas estas desgracias, Ricitos de Oro, a la que la presencia de los osos dio tanto miedo, que se escapó como pudo de la casa y jamás se volvió a colar en ningún lugar sin permiso.

El patito feo.


Bosque de hadas

Érase una vez un bosque de hadas, cada hada era especial en algo el hada de la alegría , la de las flores ,la de la luz y muchas mas como cada final año las tres diosas de la naturaleza se reunían para dar el premio al hada que más haya hecho en todo el año por la naturaleza el premio era un deseo que no sea de maldad las hadas hablaban entre ellas el hada de la música que era ella porque quien iba a poner el sonido al bosque pero el hada de la luz no opinaba lo mismo que quien iba a encender el bosque, pero el hada del cielo opinaba que quien iba a cambiar de noche a día, pero el hada del agua decía a la vez pero quien iba a llenar ríos, lagos y lagunas, las hadas discutían y discutían hasta que llego el día en que las tres diosas de la naturaleza bajaban desde lo mas alto del cielo para dar el premio a el hada que haya hecho mas por el bosque en todo el año pero antes de dar el premio dijeron que ningunas de las hadas había hecho nada por la naturaleza todas se quedaron pensativas pensando que querían decir tras un momento de silencio dijeron que el premio lo merecían todas porque el bosque no podía estar sin luz, ni sin agua, ni sonido, ni todas las cosas de las que aporta cada una de las hadas así que se tendrían que poner todas de acuerdo para pedir un deseo y el deseo que pidieron fue que el bosque siempre esté bien y no le pase nada le cumplieron el deseo y se marcharon y no discutieron más que quien era más importante porque se dieron cuenta de que eran todas y vivieron felices para siempre.

La bella durmiente.


El cuadro más bello

Había en un país un rey amante de la pintura y la naturaleza que quiso poseer el más bello cuadro que pudiera hacerse de los paisajes de su reino. Para ello convocó a cuantos pintores habitaban aquellas tierras, y una mañana los guió hasta su paisaje favorito.
- No encontraréis una imagen igual en todo el reino – les dijo-. Quien mejor la refleje en un gran cuadro tendrá la mayor gloria para un pintor.
Los artistas, acostumbrados a dibujar los más bellos parajes, no encontraron el lugar tan magnífico como el mismo rey pensaba y, viendo que su fama y su gloria no aumentaría, se propusieron resolver el encargo rápidamente. Todos tuvieron sus cuadros listos a media mañana, excepto uno, que a pesar de pensar lo mismo que sus compañeros sobre el paisaje, quiso pintarlo lo mejor posible. Puso tanto esmero en su trabajo, que al caer la tarde, cuando llevaba ya algunas horas pintando en solitario, apenas había completado un pedacito del lienzo.
Pero entonces ocurrió algo maravilloso. Al ponerse el sol, las montañas crearon un increíble juego de luces con sus últimos rayos y, ayudadas por los reflejos del agua en un río cercano, un extraño viento que retorcía las nubes y los variados colores de miles de flores, dieron a aquel paisaje un toque de ensueño insuperable.
Así pudo entonces el pintor entender la predilección del rey por aquel lugar, y pintarlo con su esmero habitual, para crear el más bello cuadro del reino.
Y aquel laborioso pintor, que no era más hábil ni tenía más talento que otros, superó a todos en fama gracias al cuidado y esmero que ponía en todo cuanto hacía.




La liebre y la tortuga

En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa, porque ante todos decía que era la más veloz. Por eso, constantemente se reía de la lenta tortuga.
-¡Miren la tortuga! ¡Eh, tortuga, no corras tanto que te vas a cansar de ir tan deprisa!
-decía la liebre riéndose de la tortuga.Un día, conversando entre ellas, a la tortuga se le ocurrió de pronto hacerle una rara apuesta a la liebre.
-Estoy segura de poder ganarte una carrera -le dijo.
-¿A mí? -preguntó, asombrada, la liebre.
-Pues sí, a ti.
Pongamos nuestra apuesta en aquella piedra y veamos quién gana la carrera.La liebre, muy divertida, aceptó.
Todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. Se señaló cuál iba a ser el camino y la llegada.
Una vez estuvo listo, comenzó la carrera entre grandes aplausos.Confiada en su ligereza, la liebre dejó partir a la tortuga y se quedó remoloneando.
¡Vaya si le sobraba el tiempo para ganarle a tan lenta criatura!Luego, empezó a correr, corría veloz como el viento mientras la tortuga iba despacio, pero, eso sí, sin parar.
Enseguida, la liebre se adelantó muchísimo. Se detuvo al lado del camino y se sentó a descansar.Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para burlarse de ella una vez más.
Le dejó ventaja y nuevamente emprendió su veloz marcha.
Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus risas, la tortuga siguió caminando sin detenerse.
Confiada en su velocidad, la liebre se tumbó bajo un árbol y ahí se quedó dormida
.Mientras tanto, pasito a pasito, y tan ligera como pudo, la tortuga siguió su camino hasta llegar a la meta.
Cuando la liebre se despertó, corrió con todas sus fuerzas pero ya era demasiado tarde, la tortuga había ganado la carrera.
Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría jamás:
No hay que burlarse jamás de los demás.
También de esto debemos aprender que la pereza y el exceso de confianza pueden hacernos no alcanzar nuestros objetivos.
Fin
                                                 



Los dos ratones.

Los dos ratones
Había una vez un ratón que vivía en un castillo. Un día, invito a su primo, el ratón del campo.
_Aquí hay de todo –le dijo- pan, galletita, chocolate… y mil manjares mas.
Y así lo convenció.
Estaban los dos ratones en la cocina, a punto de empezar a comer, cuando entro la cocinera y ellos tuvieron que correr a esconderse.
Al rato, salieron del escondite. Pero entonces apareció el gato y les dio un tremendo susto. Corrieron y corrieron hasta que llegaron al jardín.
Cuando recupero, el aire, el ratón del campo le dijo al otro:
_ mejor que vengan conmigo. ¡Por lo menos en el campo podremos comer tranquilos!
Ese día, el ratón del castillo aprendió que las cosas verdaderamente valiosas son aquellas que se pueden disfrutar en paz.
Fin…



Blanca Nieves

Había una vez una joven princesa llamada Blanca Nieves que era muy, muy guapa. La belleza de la joven princesa iba siendo mayor según iban pasando los años. Su madrastrala reina, estaba celosa, pues no podía soportar que Blanca Nieves fuera más guapa que ella. Así que un día, la reina mandó a un leñador que cogiera a la joven princesa para llevársela al bosque y matarla.
Cuentos infantiles - blancanieves y los siete enanitos
Sin embargo, el leñador que era un hombre bueno en el fondo, la dejó escapar y le dijo: “Blanca Nieves, busca un escondite en el bosque y no salgas de allí“.
Blanca Nieves, llegó sin casi fuerzas al interior del bosque dónde encontró una pequeña casa con camas muy pequeñas y como no había nadie se quedó allí para dormir. Allí, los siete enanitos encantaron a la joven princesa durmiéndola profundamente.
La madrastra que en realidad era una bruja, supo que Blanca Nieves se encontraba en la casa de los siete enanitos, así que se disfrazó de una viejita y le fue a entregar una manzana roja, la cual estaba envenenada.
Los siete enanitos fueron en busca de la bruja para acabar con ella, pero una vez la bruja había muerto, se encontraron con Blanca Nieves tirada en el bosque, pues había tomado un bocado de manzana envenenada.
Sólo cuando un príncipe le diera un beso a Blanca Nieves, conseguiría despertar. Y así fue, un día un joven príncipe la besó, y vivieron felices para siempre.
FIN

Los tres chanchitos

    En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba persiguiéndoles para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa. El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar.
    El mediano construyó una casita de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él.
    El mayor trabajaba en su casa de ladrillo.
- Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban en grande.
    El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó.
    El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó. Los dos cerditos salieron pitando de allí.
    Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor.
    Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó.
    Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.




Martino y petardita.
El “caballero” Martino y “petardita” (como los llamaban cariñosamente) eran dos hermanitos. El un nene simpatico, siempre impecable, con unas ventanitas en la sonrisa… ella, una nena muy, pero muy traviesa…
“petardita” siempre iba detrás de su hermano mayor, tratando de imitar todo lo que él hacía. El problema empezó cuando martino pasó a primer grado y ella quedo en el jardín…
“petardita” entraba en la escuela y corría al aula a buscar a su hermano.
Un día, llego a la clase cuando la maestra estaba retando a toooooodo el grado. Abrió la puerta y saludo:
_ ¡hooola…! ¡A guardar… a ordenar… y todos a cantar…!
Las caras de los nenes se pusieron coloradas, tratando de contener la risa. La maestra se quedo inmóvil.
Ante tanto silencio, “petardita” volvió corriendo junto a su mamá y le conto:
_¡Ma…! ¡En primero no hay más nenes! ¡Todos son tomates serios! ¡Y la seño se convirtió en estatua…!
Fin…

Pulgas

Pulgas

Sir Walter y Sir Percy son parientes lejanos de un gato siamés que era pura sonrisa. Pero la niebla de Londres  -ellos viven en los tejados junto al rio- Los ah puesto de un humor reumático.
Así conversan los dos gatos:
-Le diré, Sir Percy, que me duele la paletilla desde hace tres días.
-No me hable de problemas querido Sir Walter. ¡Si yo le contara!
-¿A usted también le hace mal la humedad de este sitio?
-¿Y a quien no? Pero lo mío es otra historia algo que me inquieta hace ya bastante tiempo.
-lo escucho si no me toma por indiscreto……
-Por el contrario, amigo mío. Le voy a explicar…….
Resulta que en un circo trabajaban tres pulgas amaestradas  una más vivaracha que la otra.
Al principio hacían lo que cualquier pulga bien entrenada: saltaban de una mano a la otra, se hamacaban sobre una cuerda, y cuando les preguntaban cuanto es dos más dos se posaban sobre el número cuatro.
Más tarde, gracias a la paciencia de su adiestrador, aprendieron a hacer equilibrio sobre una pelota, a saltar por entre medio de un aro de fuego, a hacer reverencias y a saludar graciosamente con la cabeza.
-¡Puedo imaginarlas, Sir Percy saludando igual que nuestra muy graciosa majestad, la reina!
-Tal cual, mí estimado Sir Walter prosigo:
El público la seguía entusiasmada. Se llevaban los mejores aplausos del circo.
Por eso empezaron a ponerse vanidosas.
Primero pidieron que las compraran zapatillas de baile. Después, un vestido tutu bordado en lentejuelas.
Cuando aprendieron a hacer la pirámide humana y ah sostener un largo palo en equilibrio sobre la frente, exigieron una coronita abrillantada y que les entregaran rosas al final de cada número.
Locas como eran, pronto dieron triples saltos en la cama elástica y se recibieron de ecuyeres. Entonces pidieron una orquesta con cincuenta violines.
Lo cierto es que el éxito, las acompañaba de ciudad en ciudad y  ellas seguían ensayando cosas nuevas.
Cuando debutaron como acróbatas se volvieron francamente insoportables.
Se les antojo que querían actuar en el estadio maracaná de Rio de Janeiro y viajar en un vuelo chárter solo para ellas.
Al amaestrador se le acabo la paciencia. Se enojo. Ellas se ofendieron. Hubo gritos discusiones y un pequeño escandálete.
Cuando el circo pasó por Londres decidieron abandonarlo.
El circo siguió su camino y ellas se quedaron aquí como artistas independientes.
Lo primero que hicieron fue buscar un buen lugar donde vivir. ¿y dónde pueden vivir tres pulgas sino en un gato?
-¡No me digas nada ese gato es usted Sir Percy!
-Así es mi querido mi amigo. Hace un año que soporto encima a estas delirantes. Ensayan seis horas por día. Ahora están preparando el número de la bala humana. No pueden estarce quietas. ¡No saben lo que son mis dolores de cabeza!
-De veras lo compadezco Sir Percy. ¿Pero qué puedo hacer?
-Mi única esperanza es que vuelvan al circo no pueden vivir sin su público.
-Mientras tanto deberá tener paciencia, amigo mío.
-¡Y cuanta! Sin embargo, no crea que todo ah sido malo. Ellas me enseñaron algunas cosas interesantes.
-¡No me digas! ¿Cuáles?
-Por ejemplo, a caminar en la oscuridad sobre una cornisa angosta a varios metros del suelo.
-¡Pero si eso lo hacemos todos los gatos!
-Sí, claro. Pero ahora yo camino con una sombrillita en la mano.
A nuestra edad Sir Walter es fácil perder el equilibrio……
Fin….





Pinocho

El cuento de Pinocho.
Erase una vez en una vieja carpintería, Geppetto, un señor amable y simpático, terminaba más un día de trabajo dando los últimos retoques de pintura a un muñeco de madera que había construído este día. Al mirarlo, pensó: ¡qué bonito me ha quedado! Y como el muñeco había sido hecho de madera de pino, Geppetto decidió llamarlo Pinocho.

Aquella noche, Geppeto se fue a dormir deseando que su muñeco fuese un niño de verdad. Siempre había deseado tener un hijo. Y al encontrarse profundamente dormido, llegó un hada buena y viendo a Pinocho tan bonito, quiso premiar al buen carpintero, dando, con su varita mágica, vida al muñeco.

Al día siguiente, cuando se despertó, Geppetto no daba crédito a sus ojos. Pinocho se movía, caminaba, se reía y hablaba como un niño de verdad, para alegría del viejo carpintero. Feliz y muy satisfecho, Geppeto mandó a Pinocho a la escuela. Quería que fuese un niño muy listo y que aprendiera muchas cosas. Le acompañó su amigo Pepito Grillo, el consejero que le había dado el hada buena.

Pero, en el camino del colegio, Pinocho se hizo amigo de dos niños muy malos, siguiendo sus travesuras, e ignorando los consejos del grillito. En lugar de ir a la escuela, Pinocho decidió seguir a sus nuevos amigos, buscando aventuras no muy buenas. Al ver esta situación, el hada buena le puso un hechizo.

Por no ir a la escuela, le puso dos orejas de burro, y por portarse mal, cada vez que decía una mentira, se le crecía la nariz poniéndose colorada. Pinocho acabó reconociendo que no estaba siendo bueno, y arrepentido decidió buscar a Geppetto. Supo entonces que Geppeto, al salir en su busca por el mar, había sido tragado por una enorme ballena.

Pinocho, con la ayuda del grillito, se fue a la mar para rescatar al pobre viejecito. Cuando Pinocho estuvo frente a la ballena le pidió que le devolviese a su papá, pero la ballena abrió muy grande su boca y se lo tragó también a él.

Dentro de la tripa de la ballena, Geppetto y Pinocho se reencontraron. Y se pusieran a pensar cómo salir de allí. Y gracias a Pepito Grillo encontraron una salida. Hicieron una fogata. El fuego hizo estornudar a la enorme ballena, y la balsa salió volando con sus tres tripulantes. Todos se encontraban salvados.

Pinocho volvió a casa y al colegio, y a partir de ese día siempre se ha comportado bien. Y en recompensa de su bondad el hada buena lo convirtió en un niño de carne y hueso, y fueron muy felices por muchos y muchos años.







El árbol mágico

El árbol mágico

Hace mucho, mucho tiempo,un niño paseaba por un parque donde encontró un árbol con un cartel que decía: "soy un árbol encantado". Si decís las palabras mágicas, lo verás".
El niño trató de adivinar el hechizo, y probó " abra- cadabra", "supercalifragilisticoespialidoso", "tan-tata-chán" y muchas otras pero... nada. Cansado, dijo:-¡por favor, arbolito!
y, entonces, se abrió una gran puerta en el árbol. Todo estaba oscuro, menos un cartel que decía: "seguí haciendo magia". Entonces, el niño dijo:- ¡gracias, arbolito!.
Y se encendió dentro del árbol una luz que alumbraba un camino hacia una gran montaña de juguetes y chocolate.
El niño pudo llevar a todos sus amigos a aquel árbol y tener la mejor fiesta del mundo. Por eso se dice siempre que "por favor" y "gracias" son las palabras mágicas.


El PERRO FEDORO

El perro Fedoro
Gifs Animados Perros (1)


Tiene el pelo largo
color azafrán,
se llama Fedoro,
guau, guau, guau, ¡qué guardián!.
Es  un perro astuto
y todo un sabueso,
Se merece el premio
de un sabroso hueso.
A cualquier ruidito,
muy alerta está
y cuando lo escucha,
¡guau! ¡guau!, ladra y va.
Sale de paseo,
¡qué perro educado!.
Levanta la pata
si está autorizado.
En el parque juega
con la pelota
y brinca en el aire
como una gaviota.
A la hora del baño,
no solo el se moja:
todita la casa
¡queda hecha una sopa!.
Cuando esta contento,
el muy regalón
hace de la cola un ventilador.
Al llegar la noche,
¡guau!, pide salir,
olfatea un buen rato
y gua... ¡guau... ¡a dormir!.

LA TORTUGA

LA TORTUGA
Que lindo día, le dijo el sol a catalina.
Es hora de caminar si proto quieres llegar.
El viento apareció,                                                             
y catalina se apuró.
Pronto las nubes cubrieron, con color gris es cielo,
unas gotitas empezaron a caer y la lluvia se dejó ver.
Por fin al bosque llegó y bajo un árbol se refugió.
Cuando el viento volvió a soplar,
una hermosa luna se reflejó en el mar.
Pronta la noche llegó y catalina a su hogar volvió.      

El canal de Simón
La madre de Simón gritaba: -¡No os acerquéis al canal! Esta advertencia la hacía diez veces al día a las hermanas mayores de Simón, Julia y Paula, que debían cuidar del pequeño y protegerlo.
Una mañana, mamá puso a Simón la chaqueta y le peinó. Luego hizo lo mismo con las chicas y dijo:
-¡Ahora recordadlo otra vez, manteneos lejos de ese canal!
El canal de Simón
Simón no sabía qué era un canal. ¿Cómo iba a saberlo si nunca lo había visto? Imaginaba que se trataba de un grande y terrorífico monstruo que vivía en una guarida cerca del molino. A veces escuchaba sus rugidos. Una noche oscura y ventosa lo oyó acercarse a la casa, galopando hambriento y furioso. Afortunadamente la puerta estaba atrancada y las cortinas echadas.
Al día siguiente Julia y Paula llevaron a Simón a la biblioteca.
-Simón puede pedir también un libro -dijo Julia.
-No sabe leer.
-Bueno, puede mirar los dibujos.
-¿Qué clase de libro quieres mirar, Simón?
-Un libro sobre un canal.
-¡Tú y tu canal! -suspiró Julia.
-No -dijo Julia- No hay más que uno sobre un canal. No te va a gustar. Es demasiado tostón.
Simón sabía lo que era un tostón. Había visto a su madre tostar pan en la cocina. Quizá el canal tostaba pan con las llamas que salían de su boca. Julia tenía razón; no le iba a gustar.
-Encontré un buen libro para Simón -dijo Paula.
En la cubierta del libro se veía a un gran dragón verde rugiendo en la orilla de un río.
Al día siguiente, la abuelita de los niños vino de la ciudad para pasar unas vacaciones con ellos. A la abuelita le gustaba mucho el campo.
-Verás. Saldremos todos los días a pasear -le dijo a Simón.
Un día, a la hora de comer, quedaron en que aquella tarde irían hacia el canal.
Simón pareció espantado. Sintió como un desmayo y no pudo tragar las croquetas.
-¿No tienes miedo, abuelita?
-¿Miedo de un viejo y raquítico canal? ¡Claro que no! -dijo la abuelita.
"A fin de cuentas, el monstruo no es tan terrorífico", pensó Simón. "Quizá se está haciendo viejo y pierde fuerzas." Simón empezó a sentir pena por él.
Después de comer, la abuelita y su nieto se dirigieron al molino, andando por varios caminos.
El molino se alzaba a orillas del agua, y la fuerza de la corriente lo hacía funcionar. Simón no tenía miedo con la abuelita a su lado.
-¿Dónde está el canal? -preguntó Simón.
El canal de Simón
-Pero... ¡si está justo delante de ti!
-¿Es esto un canal? -preguntó Simón.
-Bueno, es más o menos lo mismo -contestó Paula, creyendo que se refería al río.

-exclamó la abuelita, apuntando con su paraguas hacia el agua.
-iOh! -dijo Simón-, si no veo más que agua.
¡Entonces comprendió! ¡El monstruo era invisible! Podía verlos a ellos, pero nadie podía verlo a él. El monstruo murmuraba por lo bajo, hablando solo, pero no atacaba.
De vuelta a casa, mientras merendaban, Simón dijo: Nunca lograrán cazarlo. -¿Cazar qué, cariño?
-El canal.
Julia y Paula se echaron a reír.
-¿Verdad que es gracioso, mamá? ¿Quién querría cazar un canal?
"Bueno", pensó Simón conformándose, "nadie quiere cazar al canal, ni el canal quiere cazarnos a nosotros. ¡Mejor que mejor!"
-Por favor, mamá, ¿puedo tomar más bizcochos?
-Claro que sí, cariño.
Tranquilo y feliz, Simón continuó merendando.
El arbol de los zapatos
Juan y María miraban a su padre que cavaba en el jardín. Era un trabajo muy pesado. Después de una gran palada, se incorporó, enjugándose la frente.
El arbol de los zapatos
-Mira, papá ha encontrado una bota vieja -dijo María.
-¿Qué vas a hacer con ella? -quiso saber Juan.
-Se podría enterrar aquí mismo -sugirió el señor Martín-, Dicen que si se pone un zapato viejo debajo de un cerezo crece mucho mejor.
María se rió.
-¿Qué es lo que crecerá? ¿La bota?
-Bueno, si crece, tendremos bota asada para comer.
Y la enterró. Ya entrada la primavera, un viento fuerte derribó el cerezo y el señor Martín fue a recoger las ramas caídas. Vio que había una planta nueva en aquel lugar. Sin embargo, no la arrancó, porque quería ver qué era. Consultó todos sus libros de jardinería, pero no encontró nada que se le pareciera.
-Jamás vi una planta como ésta -les dijo a Juan y a María.


Era una planta bastante interesante, así que la dejaron crecer, a pesar de que acabó por ahogar los retoños del cerezo caído. Crecía muy bien; a la primavera siguiente, era casi un arbolito. En otoño, aparecieron unos frutos grisáceos. Eran muy raros: estaban llenos de bultos y tenían una forma muy curiosa.
-Ese fruto me recuerda algo -dijo la señora Martín. Entonces se dio cuenta de lo que era-. ¡Parecen botas! ¡Sí, son como unos pares de botas colgadas de los talones!
-¡Es verdad! Parecen botas -dijo Juan asombrado, tocando el fruto.
-¿Habéis dicho botas? -preguntó la señora Gómez, asomándose.
-¡Sí, crecen botas!
-Pedrito ya es grande y necesitará botas -dijo la señora Gómez-, ¿Puedo acercarme a mirarlas?
-Claro que sí. Pase y véalas con sus propios ojos.
La señora Gómez se acercó, con el bebé en brazos. Lo puso junto al árbol, cabeza abajo. Juan y María acercaron un par de frutos a sus pies.
-Aún no están maduras -dijo Juan-Vuelva mañana para ver si han crecido un poco más.
La señora Gómez volvió al día siguiente, con su bebé, pero la fruta era aún demasiado pequeña. Al final de la semana, sin embargo, comenzó a madurar, tomando un brillante color marrón.
Un día descubrieron un par que parecía justo el número de Pedrito. María las bajó y la señora Gómez se las puso a su hijo. Le quedaban muy bien y Pedrito comenzó a caminar por el jardín.
Juan y María se lo contaron a sus padres, y el señor Martín decidió que todos los que necesitaran botas para sus hijos podían venir a recogerlas del árbol.
Pronto todo el pueblo se enteró del asombroso árbol de los zapatos y muchas mujeres vinieron al jardín, con sus niños pequeños. Algunas alzaban a los bebés para poder calzarles los zapatos y ver si les iban bien. Otras los levantaban cabeza abajo para medir la fruta con sus pies. Juan y María recogieron las que sobraban y las colocaron sobre el césped, ordenándolas por pares. Las madres que habían llegado tarde se sentaron con sus niños. Juan y María iban de aquí para allá, probando las botas, hasta que todos los niños tuvieron las suyas. Al final del día, el árbol estaba pelado.
Una de las madres, la señora Blanco, llevó a sus trillizos y consiguió zapatos para los tres. AI llegar a casa, se los mostró a su marido y le dijo:
-Los traje gratis, del árbol del señor Martín. Mira, la cáscara es dura como el cuero, pero por dentro son muy suaves. ¿No es estupendo?
El señor Blanco contempló detenidamente los pies de sus hijos.
-Quítales los zapatos -dijo, al fin-. Tengo una idea y la pondré en práctica en cuanto pueda.
Al año siguiente, el árbol produjo frutos más grandes; pero como a los niños también les habían crecido los pies, todos encontraron zapatos de su número.
Así, año tras año, la fruta en forma de zapato crecía lo mismo que los pies de los niños.
Un buen día apareció un gran cartel en casa del señor Blanco, que ponía, con grandes letras marrones: CALZADOS BLANCO, S.A.
-Andaba el señor Blanco con mucho misterio plantando cosas en su huerto -dijo el señor Martín a su familia-. Por fin loentiendo. Plantó todos los zapatos que les dimos a sus hijos durante estos años y ahora tiene muchos árboles, el muy zorro.
-Dicen que se hará rico con ellos -exclamó la señora Martín con amargura.
En verdad, parecia que el señor Blanco se iba a hacer muy rico. Ese otoño contrató a tres mujeres para que le recolectaran los zapatos de los árboles y los clasificaran por números. Luego envolvían los zapatos en papel de seda y los guardaban en cajas para enviarlos a la ciudad, donde los venderían a buen precio.
Al mirar por la.ventana, el señor Martín vio al señor Blanco que pasaba en un coche elegantísimo.
-Nunca pensé en ganar dinero con mi árbol -le comentó a su mujer.
-No sirves para los negocios, querido -dijo la señora Martín, cariñosamente- De todos modos, me alegro de que todos los niños del pueblo puedan tener zapatos gratis.
Un día, Juan y María paseaban por el campo, junto al huerto del señor Blanco. Este había construido un muro muy alto para que no entrara la gente. Sin embargo, de pronto asomó por encima del muro la cabeza de un niño. Era Pepe, un amigo de Juan y María. Con gran esfuerzo había escalado el muro.
-Hola, Pepe -dijo Juan-, ¿Qué hacías en el jardín del señor Blanco?
El niño, que saltó ante ellos, sonrió.
-Ya veréis... -dijo, recogiendo frutos de zapato hasta que tuvo los brazos llenos- Son del huerto. Los arrojé por encima del muro. Se los llevaré a mi abuelita, que me va a hacer otro pastel de zapato.
-¿Un pastel?-preguntó María- No se me había ocurrido. ¿Y está bueno?
-Verás..., la cáscara es un poco dura. Pero si cocinas lo de dentro, con mucho azúcar, está muy rico. Mi abuelita hace unos pasteles estupendos con los zapatos. Ven a probarlos, si quieres.
Juan y María ayudaron a Pepe a llevar los frutos a su abuela, y todos comieron un trozo de pastel. Era dulce y muy rico, tenía un sabor más fuerte que las manzanas y muy raro. A Juan y a María les gustó muchísimo. Al llegar a casa, recogieron algunas frutas que quedaban en el árbol de los zapatos.
-Las pondremos en el horno -dijo María-E1 año pasado aprendí a hacer manzanas asadas.
María y Juan asaron los zapatos, rellenándolos con pasas de uva. Cuando sus padres volvieron de trabajar, se los sirvieron, con nata. Al señor y a la señora Martín les gustaron tanto como a los niños. Al terminar, el señor Martín dijo riendo:
-¡Vaya! Tengo una idea magnífica y la pondré en práctica.
Al día siguiente, fue al pueblo en su viejo coche, con el maletero lleno de cajas de frutos de zapato. Se detuvo en la feria y habló con un vendedor. Entonces comenzó a descargar el coche. El vendedor escribió algo en un gran cartel y lo colgó en su puesto.
Pronto se juntó una muchedumbre.
-¡Mirad!
-Frutos de zapato a 5 monedas el kilo.
-Yo pagué 500 monedas por un par para mi hijo -dijo una mujer. Alzó a su niño y les enseñó las frutas que llevaba puestas-. Mirad, por éstas pagué 500 monedas en la zapatería. ¡Y aquí las venden a 5!
-¡Sólo cinco monedas! -gritaba el vendedor-. Hay que pelarlos y comer la pulpa, que es deliciosa. ¡Son muy buenos para hacer pasteles!
-Nunca más volveré a comprarlos en la zapatería -dijo otra mujer.
Al final del día, el vendedor se sentía muy contento. El señor Martin le había regalado los frutos y ahora tenía la cartera llena de dinero.
A la mañana siguiente, el señor Martín volvió al pueblo y leyó en los carteles de las zapaterías: "Zapatos Naturales Blanco - crecen como sus niños". Y debajo habían puesto unos carteles nuevos que decían: '7Grandes rebajas! ¡5 monedas el par!"
Después de esto, todo el mundo se puso contento: los niños del pueblo seguían
consiguiendo zapatos gratis del árbol de la familia Martín, y a la gente de la ciudad no les importaba pagar 5 monedas por un par en la zapatería. Y todos los que querían podían comer la fruta. El único que no estaba contento era el señor Blanco; aún vendía algunos zapatos, pero ganaba menos dinero que antes.
El señor Martín le preguntó a su mujer:
-¿Crees que estuve mal con el señor Blanco?
-Me parece que no. Después de todo, la fruta es para comerla ¿verdad?
-Y además -añadió María- ¿no fue lo que dijiste al enterrar aquella bota vieja? ¿Te acuerdas? Nos prometiste que cenaríamos botas asadas.
El arbol de los zapatos
Melisa
Hace mucho, muchísimo tiempo, en una tierra salvaje y peligrosa vivía un hombre con su mujer. Anhelaban tener un hijo y esperaban con paciencia año tras año. Un día, por fin, la mujer anunció a su marido que iba a tener un bebé.
El matrimonio vivía al lado de un hermoso jardín rodeado de un muro muy alto. El jardín era de una bruja malvada; nunca se había atrevido nadie a entrar en él, por temor a que la bruja los hechizara. Una ventana de la casa del matrimonio daba al jardín. La mujer solía asomarse para contemplar las maravillosas hierbas y árboles de la bruja con flores de poderes mágicos.
Melisa
Un día la mujer enfermó. Tuvo que guardar cama y perdió el apetito.
Todos los días, su marido le traía manjares deliciosos, pero ella ni siquiera los tocaba.
-Por favor -le pidió- dime qué puedo darte. Debe haber algo que pueda curarte.
-Tráeme un poco de esa hierba llamada melisa que crece en el jardín de la bruja -susurró ella- Eso hará que me ponga bien.
El marido tenía mucho miedo, pero estaba dispuesto a cualquier cosa para que su mujer sanara.
"La vieja bruja no me hará nada malo", pensó.
Esperó la caída de la noche y trepó por el muro para entrar en el jardín de la bruja. Con el corazón encogido, miró alrededor. No había nadie. Encontró la
melisa, arrancó una brizna y volvió corriendo a casa.
Su mujer se sintió mucho mejor después de comer la hierba. Pero al día siguiente quiso más.
-Por favor-imploró a su marido-. Si no me traes más melisa, moriré.
Así que esa noche, muy tarde, su marido volvió a franquear el muro del jardín. Justo cuando arrancaba la hierba, apareció la bruja.
-¡Ladrón! -chilló-. ¡Maldito seas! ¡Cómo te atreves a venir a mi jardín a robarme mis plantas!
-Perdóname -suplicó el hombre-Mi esposa está muy enferma y morirá si no le llevo esta hierba.
-Muy bien, puedes llevártela -respondió la bruja-, pero con una condición. A cambio de la melisa, deberás darme tu primer hijo.
El hombre estaba tan desesperado que accedió, y volvió corriendo junto a su mujer.
Algunos meses más tarde, el matrimonio tuvo una niña. El mismísimo día en que nació, apareció la bruja. Ellos le imploraron que les dejara su hija, pero la bruja no les hizo caso. -La llamaré Melisa -se burló cruelmente. Recogió el bebé en su capa y se lo llevó. Melisa creció y se transformó en una niña muy hermosa. Tenía unos ojos color violeta y una cabellera de oro, muy larga, que llevaba recogida en una gruesa trenza. A! cumplir doce años, la bruja se la llevó a un bosque oscuro y sombrío y la encerró en una torre muy alta. No tenía puerta ni escaleras, sólo una ventana muy pequeña en lo más alto.
-¡Melisa, Melisa, tírame la trenza!
Entonces Melisa soltaba su trenza y se la arrojaba a la bruja, que trepaba por ella utilizándola como una cuerda.
Un día, un príncipe que cabalgaba por el bosque se perdió y pasó junto a
Melisa estaba aislada del mundo. Todos se olvidaron de ella. La única persona a la que veía era a la vieja bruja, que iba a visitarla todos los días para llevarle comida. Se detenía bajo la torre v la llamaba:
la torre de Melisa. La oyó cantar; solía hacerlo para no sentirse sola.
El príncipe jamás había oído una voz tan dulce y tan suave. Detuvo su caballo y se paró a escuchar. Buscó la puerta de la torre, pero no pudo encontrarla, y se fue a caballo. Pero volvió al día siguiente, y al otro, y al otro... Se sentía tan atraído por aquella voz que decidió averiguar quién cantaba.
Un día, mientras el príncipe estaba escuchando, vino la bruja. El joven se escondió detrás de un árbol y esperó a ver qué pasaba.
-¡Melisa, Melisa, tírame la trenza! -gritó la bruja.
El príncipe vio caer la trenza de la muchacha y cómo la bruja subía por ella a la torre. r- *
"Así que esto es lo que debo hacer para saber quién canta", pensó el príncipe.
Esa noche regresó a la torre. -¡Melisa, Melisa, tírame la trenza! -gritó.
Oyó un suave zumbido y la trenza cayó por el muro. El príncipe se apresuró a subir y entró en la torre trepando por la ventana. Melisa jamás había visto a un hombre. Se asustó mucho y retrocedió.
-¿Quién eres? -preguntó, lorosa.
-No tengas miedo -dijo suavemente el príncipe, tomándola de la mano.
Se enamoró de ella en el mismo momento en que la vio y le contó cómo había ido a escucharla día tras día. Poco a poco. Melisa dejó de tener miedo.
-Cásate conmigo y deja esta horrible prisión -le dijo.
El príncipe era joven y guapo, y a Melisa le gustó.
-Me encantaría ir contigo -dijo-, pero ¿cómo conseguiré escapar de la torre? Tú puedes bajar por mi trenza, pero yo no tengo con qué bajan Pensó un momento y añadió: -Ven a verme todas las tardes, y cada vez que vengas, tráeme un poco de hilo de seda. Lo trenzaré y haré una cuerda muy fuerte. Cuando esté terminada, podremos escapar juntos.
Desde aquella noche el príncipe fue a ver a Melisa todas las tardes. Y cada día ella trenzaba una cuerda con el hilo que él le llevaba. La bruja no se dio cuenta de nada. Pero Melisa estaba tan enamorada que no pensaba más que en el príncipe. Un día, cuando la vieja trepó por la ventana, Melisa le dijo, sin pensarlo:
-Eres mucho más pesada que el príncipe.
-¡Malvada! -gritó la bruja- Creí que te tenía bien guardada. ¡Así que durante todo este tiempo me has estado engañando!
Recogió unas tijeras enormes y tomando la trenza de Melisa, se la cortó.
-Ahora, desagradecida, verás lo que puedes hacer sin mí -chilló la bruja.
Voló con Melisa a un valle solitario y la abandonó allí, sola y sin recursos.
Más tarde, al caer la noche, la bruja volvió a la torre a esperar al príncipe.
Después de un rato, le oyó gritar:
-¡Melisa, Melisa, tírame la trenza!
La bruja ató la trenza de Melisa a una silla pesada que estaba debajo de la ventana y se la ajrojó al príncipe. Este trepó rápidamente, pero al llegar arriba descubrió que quien le recibía no era Melisa, sino la vieja bruja.
-¡Se ha ido! ¡La muchacha se ha ido! -cacareó la bruja- Tu pajarito cantor ha volado. Jamás volverás a verla.
Entonces arrojó al príncipe por la
ventana. El joven cayó entre los arbustos; las afiladas espinas le arañaron los ojos y le cegaron. Tambaleándose, se alejó por entre los árboles.
Durante muchos años el príncipe vagó, triste y ciego, por los bosques y las montañas. Quería buscar a Melisa, pero ¿cómo hacerlo, si no podía ver? Preguntó por ella, pero nadie había visto a una hermosa joven de ojos violeta y cabello corto y dorado.
Un día llegó a un valle. Era un lugar muy solitario, pero oyó que alguien cantaba.
-¡Conozco esa voz! -exclamó-. ¡Es mi amor! ¡Mi Melisa!
Siguió la dirección de la voz y allí, por fin, la encontró.
El príncipe estaba flaco y harapiento, pero Melisa lo reconoció en seguida. Le rodeó el cuello con los brazos y lloró de alegría. Sus lágrimas cálidas cayeron sobre los ojos del príncipe, y en pocos segundos éste recuperó la vista.
El joven volvió con Melisa a su reino y se casó con ella. El matrimonio fue tan feliz que la buena nueva se extendió por todo el reino. Cuando los padres de la joven oyeron hablar de la hermosa Princesa Melisa, supieron que su hija estaba bien y que era muy feliz, y se sintieron muy orgullosos.
Esta es una versión del cuento Rapunzel.

                          El Oso Manso   


El oso blanco que capturó Arturo, el cazador, era tan grande, tan manso y tan hermoso, que decidió regalárselo al Rey de Dinamarca por Navidad. Camino del palacio real se encontraban en la ladera de una montaña cuando de pronto se hizo de noche.
El oso manso
-Alejémonos del frío -dijo Arturo al oso-. Mira, ahí hay una cabaña.
Llamó a la puerta y una voz desde dentro respondió.
-¿Por qué llamáis? Nunca os habéis tomado antes esa molestia.
Al insistir Arturo, el granjero abrió la puerta.
-Oh, lo siento. Pensé que serían esos terribles gnomos.
-¿Gnomos? -dijo Arturo-. Mi amigo el oso y yo sólo buscábamos un lugar donde guarecernos esta noche.
-Estaríais mejor en las cuevas, amigo -dijo la mujer del granjero-. Allí vamos nosotros ahora. Es la noche de Navidad, ya sabes, y todas las noches de Navidad un grupo de asquerosos gnomos baja de las montañas y hacen lo que quieren en nuestra pequeña cabaña. Comen hasta las migajas de la comida y beben nuestra cerveza. Rompen los muebles y hacen añicos lo platos. Después, se meten en nuestras camas a dormir y ni se quitan las botas.
-Hemos llegado en el momento oportuno -dijo Arturo-. Dejadnos pasar esta noche aquí y veréis cómo vosotros y vuestra familia no tendréis que volver a pasar las Navidades en las cuevas.
El cazador se acostó frente al fogón de la cocina con su oso hecho un ovillo bajo la mesa, y el granjero y su mujer se fueron a dormir.
Al filo de la media noche, se oyeron grandes risotadas y espantosos aullidos en torno a la cabaña.
Entonces, los gnomos gritaron:
-¡Granjero Palomares! Hemos venido a tu cena de Navidad ¿no oyes? ¿Qué nos has preparado este año? ¡Mejor que sea buena, porque si no...!
Forzaron la ventana y saltaron dentro. Eran las criaturas más espantosas que Arturo había visto jamás.
Abrieron los armarios y los cajones y empezaron a devorar toda la comida que encontraban: huevos con cáscara incluida, carne cruda, tarta con sus bandejas y todos los dulces del árbol de Navidad. Después bebieron cerveza hasta que acabaron rodando por el suelo y cantando con voces agudísimas.
-¡Oh, mirad! -dijo un gnomo borracho-. Aquí hay un gatito.
El oso abrió un ojo.
-¡Toma una salchicha, gatito!
-susurró otro gnomo y empujó una salchicha caliente hasta la nariz del oso.
¡RRRAAAAUUUUUUUUGGGÜ! El oso blanco salió furioso de debajo de la mesa, agarró al gnomo y lo lanzó por la puerta abierta a la nieve.
El oso manso y los gnomos
No se puede describir la mirada de los gnomos cuando vieron lo grande que era realmente "el gatito". Saltaron por las ventanas, treparon por las paredes y salieron por la chimenea. El oso los persiguió fuera de la cabaña y a través de la nieve hasta las montañas.
El silencio se extendió por toda la casa. El granjero Palomares y su mujer corrieron a felicitar a Arturo.
-Creo que ya no tendrán más problemas con esos gnomos -se rió Arturo.
La señora Palomares, agradecida, le dio la comida que se había salvado del ataque de los gnomos. Al día siguiente, temprano, Arturo se marchó con su regalo para el Rey.
La noticia de lo ocurrido se extendió a todos los gnomos del país, que se decían:
-No vayan a la granja de Palomares para conseguir la cena de Navidad. ¡Tienen el gato más grande que hayan visto jamás!
El duende de la tienda
Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.
Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.
El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.
-Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero.
-Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.
La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.
Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz y habla. Y podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ¡menudo barullo!
El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos.
-¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía?
-Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco más o menos.
Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda más remedio que respetarla y darla por buena.
-¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió calladito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad irradiaba de él!
De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación.
Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.
-¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante... -
Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. -¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla!-. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba.
En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero.
Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:
-Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas.
Y en esto se comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero... por las papillas.